Tatuada en mi historia hay una certeza: la innovación no es una herramienta, es una pulsación.
No me levanto pensando en nuevas ideas porque esté de moda. Lo hago porque mi mente no sabe estar quieta cuando ve un problema sin resolver.
Desde chico supe que algo en mí funcionaba distinto. Donde otros veían rutina, yo veía oportunidad. Donde la estructura imponía límites, mi espíritu empujaba a redibujar los bordes, eso sacaba de quicio a mis papás, porque decían que era muy rebelde.
Algunos me dijeron que era impaciente, tenían razón. Otros que era soñador, también tenían razón. Pero lo que nunca pudieron apagar fue eso que siento cuando una idea nueva aparece, me sacude el pecho y no me deja dormir.
He trabajado en el tercer sector por muchos años, donde las causas son urgentes pero los métodos a veces envejecen. Donde la voluntad abunda, pero la creatividad no siempre tiene permiso. Y ahí, en ese territorio de burocracias y miedos, aprendí a hacer espacio para lo nuevo.
No siempre sale bien, algunas ideas se estrellan, sí, se estrellan a 100 kilómetros por hora contra un muro. Pero muchas otras abren puertas donde antes solo había muros.
Innovar en lo social no es ponerle tecnología a todo, eso es un mito totalmente falso. Es preguntarse cómo hacerlo, pero con sentido. Es cambiar una metodología para que un niño se sienta visto, protegido, importante. Es convertir una vieja donación que se convirtió en una transacción, en una experiencia refrescante, inmersiva, poderosa. Es lograr que una causa se vuelva contagiosa.
He diseñado productos donde el beneficiario es el protagonista. He propuesto ideas que parecían tan locas hasta que alguien las probó. He fallado públicamente, no pocas veces y me he reinventado desde cero, mas veces de las que recuerdo.
Porque la innovación no se me ocurre: se me impone. Es una voz interna que me grita: «esto se puede hacer mejor».
Y aunque a veces me digan que debo bajar las revoluciones, que las cosas toman tiempo, que hay que seguir el debido proceso… yo los escucho, pero también escucho a mi corazón acelerado, que me grita que no nací para repetir lo que todos hacen, sino para crear, para dibujar futuros que no existen todavía.
Sé que no todas las organizaciones están listas para eso. Sé que la innovación casi siempre incomoda, exige, y a veces molesta. Pero también sé que sin ella, las causas se estancan, los equipos se cansan, la esperanza se diluye y la irrelevancia no toca la puerta, la derriba!
Por eso no me detengo.
No busco ser el más disruptivo, ni el que está en todos los foros, realmente eso no me interesa mucho. Solo quiero que cada proyecto en el que pongo el alma, tenga la posibilidad de nacer distinto y para eso dedico muchas horas del día.
Porque si algo he aprendido, es que el cambio no empieza con una estrategia, empieza con una convicción interna, con ese fuego abrazador de, sí se puede y lo vamos a hacer. Con esa fuerza que te impide quedarte quieto.
Y esa fuerza, en mi caso, se llama innovación.
Este sector no necesita solo estructuras nuevas. Necesita corazones rebeldes. Y quizás el tuyo también esté latiendo al ritmo de lo que todavía no existe.
Y si alguna vez te sentiste raro por pensar diferente, incómodo por preguntar lo que nadie se atrevía, o solo por querer hacerlo mejor, te tengo una noticia: no estás solo.
Somos pocos, sin embargo, tenemos la capacidad de cambiar al mundo, somos el 2.5% de la población global, pero cuando ese latido se activa, no hay vuelta atrás. Porque no vinimos a repetir la historia.
Vinimos a escribir la siguiente!
0 comentarios